Estaba pasando por uno de esos picos de stress anuales sumergida en mil urgencias propias y ajenas. Crisis existenciales combinadas con consultorios médicos, jefes incoherentes, inflaciones desmesuradas, cigüeñas sorpresivas, achaques paternos interminables y agregale fin de año en una pegajosa ciudad que no duerme ni deja dormir.
Así llegué a mi terapeuta, hecha un manojo de nervios y al borde un brote psicótico.
En ese estado me dijo: vos deberías tejer, o hacer alguna manualidad que te despeje.
Como ya no había pastilla que me relajara me entregué al consejo. De más está decir que soy muy mala con las artes en general y con las manualidades en particular.
Empecé por ver un tutorial de esos que aseguran que en cinco minutos podés hacer una bonita lámpara de pie con dos cucuruchos, pura mentira. Lo que salió de mis primeras horas en este chiste fue un cenicero o un algo parecido con una lata de atún forrada con una media vieja que encontré abajo de la cama.
Si bien era una porquería la verdad es que cumplió con su función de distraerme al menos un rato de mi cataclismo.
Segundo día, y más envalentonada, me arme un portarretratos con una caja de avena que tenia llena de gorgojos. El arroz también tenía y la polenta. Tiré todo. Saqué lo que había en la alacena y para mi sorpresa encontré arroz yamaní que no sé ni cómo se cocina, fideos de arroz, latas de tomates de 1984 y paquetes de yerba con yuyos. Hablando de yuyos me encontré un sospechoso paquetito que olía a pachuli. Alguien se estaba drogando en casa. Cuando fui a cerrar la alacena me quedé con la puerta en la mano. Primero insulté a todos los dioses griegos que me acordaba y después, de bronca, sin pensarlo demasiado, y dado que nunca había fumado, me armé un porro. Nadie me iba a venir a decir que su tesoro no estaba porque de manera inmediata se delataría. De mi nadie iba a sospechar porque siempre fui muy aburrida. El primero que fumé no me pegó en lo más mínimo, pero estuve horas muy concentrada en mi portarretratos y me metí en mercado libre y me compré una alacena nueva, con el dinero de los ahorros.
El tercer día el tutorial me sugería un decoupage en una caja de madera. Como no tenía ningún material me fui a la pinturería. Ahí compré lo que necesitaba y me di cuenta que las paredes de casa estaban horribles. Saqué la tarjeta de solo emergencias y me compré en cuotas 25 litros de pintura, unos rodillos y una escalera alta. Me armé un segundo porro a ver si esta vez me hacía algún efecto. Esa noche dormí como un bebé. Adios al rivotril.
Por más que habia descansado el laburo era el mismísimo averno. Por alguna causa ya no estaba de humor como el día anterior. Afortunadamente llevaba en el bolsillo lo que me quedaba de marihuana y me fui al baño a pitar tranquila sin darme cuenta que una de las trepas de la oficina estaba ahí. Gentilmente me acompañó a recursos humanos y sin más, me despidieron.
Con tiempo libre, al otro día arranqué por la cocina, y, mientras sacaba los muebles, descubrí en una de las latas de azúcar, otro tipo de polvo blanco. Me esnifé una línea. La pasé bárbaro, tenía una energía inigualable y me pinte hasta el cielorraso de un saque, literalmente hablando.
Ese dia no cociné y los muebles estaban en el living así que los mande a todos a comprar comida, aunque yo extrañamente no tenía la mas minima gana de ingerir algo que no fuera whisky, cosa que adquirí en el chino que quedó con los ojos redondos cuando me vió empinando la botella y tomando del pico apenas pisé la vereda.
La cocina quedó impecable, y seguí por las habitaciones. La de mi hija en principio, que estaba tirada con su panza de embarazada boludeando con el teléfono. Yo creo que le pedí que se fuera para poder pintar la pared, pero según ella la eché mientras le decía que era una inútil sin futuro, una cornuda y que se consiguiera una vida. No podría asegurarlo porque no me acuerdo de nada posterior a la media botella de johnnie walker.
La cuestión es que seguí por la mía, y mandé a Roberto a dormir al living, arriba de la mesa del comedor y usando los pasadores de almohada. Se hicieron las seis de la mañana y todavía me quedaba energía así que pasé a la de mi hijo, que no estaba. Cuando corrí sus zapatillas pestilentes y la mesa de luz, me llamaron la atención unos caramelos azules. “deben ser para la garganta” pensé y me zampé uno por las dudas. Lejos de sentirme vigorosa, me sentí plena, podía ver el aura de las plantas, escuchaba música a mi paso. El cielo clareaba y se me ocurrió ir a comprar facturas, para desayunar. Estaba en una nube, una nube de amor. Ya hacía calor a esa hora en diciembre y me fui sacando algo de ropa mientras iba por el hall, estaba apasionada y envuelta en una nube sintiendome una con el universo infinito e incondicional. Eso intentaba explicarle al portero que baldeaba la vereda mientras yo me iba desprendiendo la camisa. Los vecinos no entendieron nada y malinterpretaron la situación cuando nos vieron haciendo el amor en la puerta del edificio.
Tal fue el bullicio que despertaron a Roberto que masculló algo y se fue por la puerta para siempre.
La casa quedó preciosa, me llegó la alacena nueva, mi familia no me habla, fui de lo más feliz a mi terapia a contar mis avances y agradecer el buen consejo. Mi analista, lejos de celebrar conmigo, se puso de pie de golpe y grito: “¡Macramé. Eso tenías que hacer!”
Oops.